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* Pregón Semana Santa 2015 - Lutgardo Garcia (Texto)






Pregón de Semana Santa de Sevilla, recitado por D. Lutgardo García Díaz del Domingo de Pasión 22 de Marzo de 2015





DE pronto me ha amanecido y la memoria ha ido descorriendo cerraduras para devolverme, intactas, las imágenes de una ciudad y de un tiempo que han sido míos. Un tiempo, una ciudad que hoy regresan, me nombran, vienen a llamarme con escenas que están dentro del ovillo del recuerdo. De pronto he despertado y allí están, como en una acuarela...

Sevilla

(Acuarela)
UNA luz que me despierta.
En los dedos la hebra rubia,
mi madre cose. Diluvia
fuera, en la calle desierta.
Conversación. Un brasero.
Un antiguo jazminero
nevado. Solo, en la paz
de un patio, ¿es ayer o es hoy?,
un niño vuelve–yo soy-
debajo del antifaz.
Excelentísimo y Reverendísimo Señor Arzobispo
Excelentísimo y Reverendísimo Señor Obispo Auxiliar
Excelentísimo Señor Alcalde
Ilustrísimo Señor Teniente de Alcalde Delegado de Fiestas Mayores y
miembros de la corporación municipal
Señor Presidente y Junta Superior del Consejo General de Hermandades y
Cofradías
Ilustrísimas autoridades
Cofrades, Sevillanos, Amigos
Cristo Reina

I. EL TIEMPO VIVIDO
No ha sido poca cosa haber vivido
G. K. Chesterton
Este sol...
ESTE sol de Martes Santo
vuelve a rondar mi memoria,
sé lo que viene buscando.
En la calle San Fernando,
con una cruz en el hombro
mi padre me está esperando.
Está entreabierto el cancel
y una luz que no lastima
me va llevando hasta él.
A la calle San Fernando
vine a encontrar al que fui
con tres hijos de la mano.
Que en aquel monte de lirios,
cada nueva primavera,
renace el tiempo perdido.
Renace el tiempo y el niño
y un paraíso de abriles
que no cayó en el olvido.

Un retrato

AQUÍ, en esta fotografía, estoy con cuatro años. Es Martes Santo, lo puedes comprobar en la túnica de mi padre y en el escudo del antifaz echado –clásicamente- sobre sus hombros. No salen en ella ni mi hermano Emilio ni José Antonio, el vecino de arriba que estudiaba Medicina y que, según creo, los acompañó en la estación de penitencia.
Es una despedida que yo no comprendo. Por eso lloro. Yo quiero seguirlos. Entonces, aquel hombre, me levanta del suelo acercándome a su cara. Ahí surge la instantánea. Aún puedo olerlo, pero no recordar con exactitud lo que me dice. Sé que es algo sobre el mañana y el paso del tiempo, términos para los que no estoy preparado. Después, los observo marchar desde la celosía blanca de la cocina. Ya son otras personas, o quizás ya no son nadie. A la tarde, iremos a buscarlos a la calle Tetuán, a la Plaza Nueva...
Entre los penitentes aparecen las mismas manos que me auparon, y acarician mi rubia cabeza...
Soy, en la foto, el mismo que años después va de nazareno en la Sagrada Entrada en Jerusalén; el que saluda a sus hermanos mayores por la calle Alemanes; el que lleva el primer caramelo al barrio de Pío XII; el adolescente nazareno de ruán; el hombre que hoy, autorretratado en el tiempo, ha venido a hablarte...

Autorretrato cofrade.

ZAQUEO sobre el ruán,
mis lágrimas en su cara.
Después, de blanco y con vara
saliendo de algún zaguán.
Contemplo a mis tres hermanos
diciéndome adiós. Las manos
el tiempo me las convierte...
y ahora, sol amarillo,
dicen a tres monaguillos
que allí está la Buena Muerte.

Porque yo...
Abril

TENGO urgencia de abriles este día.
Urgencia de su luz sobre la mesa.
De tenerlo en las manos como el agua
que, apenas nos bendice, ya se aleja.
Ni siquiera nosotros lo estrenamos,
siempre es el mismo abril el que regresa.
No es distinta la luz, hoy es entonces:
Al final de una calle, veo la niebla
de un paso que se acerca, pero aún tarda
y la bola de cera da sus vueltas.
Una hilera de cirios en el aire.
La túnica colgada de una puerta.
En el contraluz verde de la tarde,
contemplo a un penitente que se acerca,
sus manos bien conocen a las mías...
Es abril y es mi padre que hoy regresan.

Dioses sin tiempo

CON el poeta Luis Cernuda, digo:“Es la luz misma, la que abrió mis ojos/ toda ligera y tibia como un sueño/ sosegada en colores delicados/ sobre las formas puras de las cosas”. Cernuda -tan sevillanamente nieto de un comerciante de la Plaza del Pan, donde muchas veces vio a los gallegos que se encorvaban soñolientos y fofos, y sobrino del escultor Antonio Bidón-, definió al niño como dios sin tiempo.

Porque en la infancia, ya sabes, los límites temporales son frágiles y un suceso, una tarde de oro en la orilla del río, unas palomas levantadas al oír las pisadas, pueden existir para siempre.

El Domingo de Ramos que mejor conozco es una película que comienza en mi antigua casa donde ya no viven más que los recuerdos. Hay una túnica a la que da el sol y un canario que canta. Después, me veo vestido ya de nazareno, con los primeros miedos por pisarme la blanca vestidura, camino de la Iglesia del Salvador. Dentro, juego con Alejandro a pisar los colores de las vidrieras reflejados en el suelo y a meternos debajo del paso del Señor de Pasión.

A la noche, pasadas las angosturas de la calle Francos con esfuerzos titánicos de mi padre por hacernos avanzar, vemos salir al Cristo del Amor desde dentro del Templo. Suenan, al órgano, Ione y Jesús de las Penas, relucen los candelabros y las potencias a la luz de las ráfagas de las cámaras de fotos mientras baja la rampay se escuchan –aún puedo oírlos- las pisadas de los costaleros y los crujidos de la madera...

Ya rozando la madrugada, casi de regreso a casa, me sorprende – nazarenos blancos perfectos por la estrecha calle, insignias por las que no pasan los años de tan brillantes, elegancia en los tramos que discurren con la naturalidad de las cosas verdaderas- la Virgen del amargo llanto. Tanto fulgor sigue hoy asombrando a mis ojos...

Amargo Llanto

UN dolor amargo y triste,
enjaulado entre varales,
te hace llorar a raudales
desde la hora en que saliste.
La candelería viste
de fulgores tu cintura.
Y, aunque sepa a confitura
tu llanto por calle Feria,
Sevilla se puso seria
para llamarte Amargura.

Infancias en sepia

EN la casa Hermandad, hay numerosos retratos con escenas de la cofradía en la calle. En ellas, un Cristo con faroles y un descuidado monte de lirios sobresalen entre sombreros, o una Virgen con el palio aún sin bordar en el contraluz horizontal de la tarde. También hay estampas de la formación del cortejo en los patios de Laraña: zócalos, columnas, estatua de Maese Rodrigo, humo de cigarrillos apurados...
“Mira, ahí está Juan Moya de niño” dice alguno. “Hay otro nazareno que es clavado a Manolo Fernández-Armenta, ¿no fue su abuelo hermano nuestro?”. Observa estas fotos, el tiempo ha ido velando los rostros, volviéndolos sepias. Nos miran dichosos a través de los años. Dentro de cada nazareno hay una infancia en sepia, un niño que sigue sonriendo a una cámara y se sigue sorprendiendo al descubrir que, de nuevo, se ha obrado el milagro y los pasos ya están montados. “Y ese monaguillo... ¿no parece Antonio Bermejo?” me pregunto.
Sí, es él; como somos nosotros los que allí estamos y, aunque hemos cambiado tanto, en el pecho -delante del corazón- seguimos llevando la misma medalla que nos pusieron nuestros padres, seguros de que nos daban un pequeño salvavidas al que aferrarnos día a día.

Mediados del cuarenta

A Antonio Bermejo
VES tu cara en la foto de Laraña:
Un feliz, despistado monaguillo
con roquete y gomina en el flequillo.
Cierras los ojos y oyes... “suena Braña”.
Es tu gota de oro aunque aquel brillo
lo sembrara la vida de cizaña.
Mediados del cuarenta, sepia España
de las radionovelas y el caudillo.
Innominados rostros van contigo
y tú solo, sumando soledades,
contemplas entre inciensos la grisalla
cofrade de un pasado. Mas tu amigo,
que no entiende de tiempo ni de edades,
perdura, “Buena Muerte”, en tu medalla.
Y el Miércoles, al mediodía, el poeta Víctor Jiménez me lleva a través de una llameante calle San Bernardo a los paisajes de su infancia.

San Bernardo

Con Víctor Jiménez
REGRESAS porque sabes que allí te esperan ellos
o te esperas tú solo; quién sabe si es lo mismo.
Todos los que estuvieron, hoy vuelven a la calle
e incluso aquellos otros cuyos nombres se mezclan
con una oscura umbría de neuronas confusas.
Detrás de las cortinas, te observan viejos rostros
que un día conociste, te nombran en voz baja,
a sus ojos tú sigues detenido en el tiempo.
Caminar estas calles y leer tus poemas
es el mismo ejercicio, pues esta luz de miércoles
que tu alma bien conoce ha prendido en tus páginas.
Cruzarías a ciegas cada uno de los tramos
sabiendo dónde están las puertas, los zaguanes,
dónde el olor de un pan que nadie amasa ahora,
y el recuerdo de un beso no dado aún te estremece.
Si pasaran los trenes, sólo por el sonido,
me dirías la hora... ya no hay trenes ni vías.
La mañana te ha abierto la puerta luminosa.
Y por eso has venido, como un animalillo
que busca su placenta, para saber quién eres.
La calle es un gran pez de escamas de colores.
Está encendido abril, son las dos de la tarde,
hay abrazos que llegan y hay ausencia de otros.
Sobre el sueño del oro, claveles apretados
desangran los cristales que todo lo reflejan
-también a tu nostalgia que hoy reclama Refugio-
y Dios pasa despacio, colgado de las nubes
como un equilibrista al son de los tambores...
Tambores artilleros, que hoy te explotan muy dentro.

La semana pasada murió Bécquer

“LA semana pasada murió Bécquer”, así se titula el conjunto de artículos sobre la vida y amores de su vecino, que –junto a Bécquer, biografía e imagen publicó el poeta sevillano Rafael Montesinos. Vecinos eran, y fueron, aunque

más de un siglo separó sus andanzas, del barrio de San Lorenzo. Cuando en la tarde del Miércoles, esperamos ver al Cristo del Buen Fin sobre la almagre fachada del templo, y evoco -bajo la catedral de las hojas- el misterio con caballo y romano que tanto gustaba a mi padre, uno recuerda que estamos en territorio de poetas.

Ocurre en San Lorenzo como cuando vamos por la calle San Pedro Mártir buscando la plaza del Museo, y las voces de Manuel Machado, Rafael de León y el bohemio radical Alejandro Sawa -los tres tan distintos, pero unidos en su raíz por apenas cien metros-, nos pueblan la cabeza.

No lejos de ambos sitios, en la calle Miguel Cid, residiría con quince años Juan Ramón Jiménez cuando se traslada a Sevilla para aprender a pintar. Pronto se desinteresaría de la pintura y, según cuenta en sus escritos autobiográficos, comenzaría a leer -¿a quién crees?- a Bécquer con otro compañero de la pensión, un estudiante de Medicina procedente de Alosno. Allí se enamora de la hija de un escritor portorriqueño y escribe su primer soneto: “Tú, Señor, que de tierra me has creado...” . De estos años evocaría sus paseos por las plazas “penetrada el alma del olor de azahar”.

No conocemos con detalles los días de la Semana Santa de 1935 en que Federico García Lorca visitó la ciudad invitado por Joaquín Romero Murube. Sabemos, por el poeta Juan Lamillar, que Juan Sierra les acompañó en los largos paseos sevillanos durante aquella estancia que –madrugadas de alcohol y aspirinas de por medio- se prolongó hasta la Feria de Abril. Lo que no dudamos es que Lorca conocería la plaza de donde sale la Virgen de quien Romero Murube había dicho un año antes: “Nuestra Señora de la Soledad. Es la última. Sale de San Lorenzo, el barrio más puro de Sevilla. Es una hermandad pura, humilde”.

Seguimos en San Lorenzo. Allí imaginamos al niño Gustavo Adolfo en brazos de su padre o de su madrina –Manuela Monnehay, hija de un perfumista francés de la plaza del Duque- camino de la pila bautismal de la Parroquia; o jugando a los dieciséis meses de edad con un perrito en la casa de Conde de Barajas, donde está retratado al carboncillo por su malogrado padre, José Domínguez Bécquer. Pero también recordamos a sus descendientes poéticos, la estirpe de Bécquer como se le ha venido a llamar: y ahí está Rafael Montesinos cruzando la plaza camino de la calle Rioja desde donde sale su Virgen del Valle, cuyo llanto contempla junto a Manuel Lozano.

O Fernando Ortiz, ejemplo de una vida entera dedicada a la poesía, quien escribió, a propósito de la plaza:

En el viejo barrio
oyó las campanas
repicar el niño
con su voz de agua.

Estamos en ella la mañana del Viernes aguardando el rostro lacerado
del Señor. Las golondrinas hacen rechinar las bisagras del alba. Una madre
asoma al hijo por la ventana entre las rejas... Un niño que para mí sigue
siendo el pequeño Gustavo Adolfo, mi viejo amigo...

LIII
VOLVERÁN las oscuras golondrinas
la mañana de abril a coronar
y otra vez, en la plaza de mis sueños,
la luz anunciarán;
pero aquellas, Señor, que circundaban
cuando mi padre y yo vimos pasar
tu rostro reflejado en los cristales,
esas... ¡no volverán!
Volverán los jazmines, de las calles
donde pasas, las tapias a escalar,
y otra vez, en el alba, al presentirte
sus flores abrirán;
pero aquellos que un día respiramos
al verte desde lejos caminar,
descubriendo tu cara entre las ráfagas,
esos... ¡no volverán!
Volverán otras manos a mis manos
para hacerme sufrir, vivir y amar...
y, al ver que van pasando madrugadas,
sus manos crecerán;
pero como esas manos me elevaron
para que viera un día a Dios pasar,
como esas manos, padre, me quisieron,
¡así no me querrán!

Intermedio sobre la Gracia

ESTA ciudad va o divaga –por decirlo a lo José María Izquierdo- de la gracia a la Gracia. De lo humano a lo divino y viceversa. Cientos de anécdotas mundanas surgen en medio de lo sublime.

Aquel nazareno que la noche del Viernes Santo, a principios del siglo XX, se entretuvo más de la cuenta volviendo de su templo y, pues no vino por el camino más corto, llegó a la casa, Dios sabe cómo, sin ropa debajo de la túnica y decía, a los samaritanos familiares que lo acostaban, que los pantalones se los había dado al Señor que “iba en cueros, pobresito”.

O aquella noche que llovía a mares y en un cuarto de un corral de la Alameda se colaba una gotera justo encima del cadáver de aquel buen gitano que su familia velaba. Alguien tuvo la ocurrencia de ponerle al difunto una palangana encima para que no se mojara... “Ay, mi pare, pobrecito que con la palangana parece el Pilatos del paso de la Sentencia”, gemía la hija.

O la niña de cinco años que iba por la calle San Luis con unas religiosas de su colegio Santa Isabel. Al ver venir a dos hermanas de la Cruz, la niña indica: “madre, ahí viene dos monjas, pero estas son de otra cofradía”.

Más allá de lo mundano, lo eterno, gestos cotidianos que hacen sublimes estos días: nazarenos antiguos que regresan llevando las bocinas de la Virgen de Loreto, raso gastado de túnicas en Montserrat y manos ancianas sosteniendo los cirios verdes de Vera Cruz. Enfermos, asomados a los balcones para ver venir de cerca al que sufre como ellos. El costalero de la Buena Muerte que deja a su padre de cuerpo presente para llevar, por unas horas, al que es la Verdad y la Vida. La abuela que se acerca con el nieto a la manigueta de la Macarena para tocarla, “Ella te va a curar”, le dice. Penitentes anónimos, ejemplarmente metidos en sus tramos desde El Cerro del Águila.

Rosarios dando vueltas en el dedo de un nazareno de la de San Buenaventura...

Y hablando de Gracia con mayúsculas, pocas cosas hay más altas, más sublimes en espiritualidad y estética que el cortejo del Viernes Santo donde viene Cristo muerto, abrazado, la mano izquierda de la Madre sobre el pecho, rostros que aparecen a la luz de las llamas alrededor de un cuerpo que es el centro de un retablo armónico, barroco y solemne. Suena una campanilla doble junto al convento de Santa Inés y choca en el suelo la plata del pertiguero ordenando a las nueve parejas de ciriales. Entre las ramas de los naranjos, se ve hirviente ya el oro de la canastilla. Dice Miguel García–Posada en sus memorias que el regreso de la Mortaja pertenece a ese plano superior de significaciones en que Sevilla enseña su rostro más secreto, hecho de sobriedad y de elegancia, de medida y de canon, de forma y de sentido. Forma y sentido, dos palabras que resumen nuestra Semana Santa: las formas cofrades y el sentido de transcendencia. La gracia y la Gracia.

Un Dios de la debilidad

Y ahora lamañana entrevera rosas y azules por la calle Arfe. Llega el Cristo del Calvario –crucificado, casi desnudo- a explicarnos la extraña predilección de Dios por los débiles. Hace frío ahora. Tras las discretas pisadas de las negras alpargatas de esparto de los nazarenos viene, muy solo en la bajamar del alba, el Cristo de Ocampo. Hay algo de nacimiento, de pesebre en su desnudo cuerpo. En Él, a esta hora, vemos la luz grande de Isaías 9, el Príncipe de la Paz. Detrás, la mañana construye un retablo de luces –ora púrpuras, ora granas- para el nuevo día. Oigo las golondrinas chillando -¿qué dicen?, ¿a quién llaman?- en la aurora del Viernes...

Recuerdo Infantil

ES tan bello este amor que Dios nos tiene
que no duele la cruz en la retina,
y la muerte parece que no hiere,
que no espanta ni grita en las esquinas,
no hay campanas de duelo ni silencios
de cal tras de las últimas cortinas,
ni las frases cortadas por gemidos,
ni una mano de hielo por las sillas,
ni un pañuelo arrugado en las alcobas,
ni tapias con ciprés y con ortigas...
Es tan bello el amor que, en esta muerte,
la muerte nunca gana la partida.
Que yo quiero creer en este Hombre
que está roto en la Cruz, y en sus heridas
hay escrito un camino que nos lleva
lentamente al albor del nuevo día.
Que yo quiero creer que por sus manos
hay una mariposa que respira,
y un arco iris nuevo se despierta,
y tres chorros de aurora ya iluminan
al mundo desde el hueco de sus llagas
con una luz radiante, cristalina...
Que yo quiero creer que no hay barreras,
ni muros, ni ventanas sin salida,
sino que un viento nace por su cuerpo
y lleva a lo más alto de las cimas
donde Dios le habla al mundo en un susurro
y el mundo es una pompa que gravita.
Es tan bello este amor que Dios nos tiene,
este amor que con clavos se rubrica,
este amor que en las líneas del madero
retorna –como ayer- y se eterniza.
Un amor que palpita en el sagrario
y en el altar donde se multiplica
el pan que en su crujir conmueve al mundo
y todo lo mortal lo vivifica.
Es tan bello saber que Dios nos ama,
es tan bello saber que no hay mentiras,
que llega, navegante en su Calvario,
viajero de esta nueva amanecida,
y viene, como lluvia en el desierto,
para darnos la Vida a nuestras vidas.
II. ESTOS DÍAS
Estos días azules y este sol de la infancia
Antonio Machado

Dios de lo sensible

EL Dios de lo sensible se nos revela en abril. Según el Papa Benedicto XVI: Dios ha entrado en nuestro mundo sensible para que el mundo se haga transparente hacia Él. Las imágenes de lo bello en las que se hace visible el misterio del Dios invisible forman parte del culto cristiano. Hay toda una teología de la belleza en torno a nuestras cofradías. Cada uno tiene sus sitios, sus territorios; su álbum guardado en la memoria con instantes que son, a veces, inexplicablemente nuestros. Igual que hay poetas consagrados que afirman haber escrito un único poema durante su vida, nosotros seguimos observando una misma Semana Santa.

El curso de los días –que te iré describiendo ahora- nos va desempolvando estampas tan hondamente bellas, que vienen conmoviendo desde hace siglos. Si, como dice Belá Hamvas, “Todo pensamiento ha de empezar en los sentidos” diremos que en Sevilla, la fe de un niño a quien le indican –sol completo, mediodía de primavera-, al llegar el paso, dónde está el Señor, dónde la Virgen que ayer habitaba el portal de Belén, también empieza por los sentidos.

El Dios de la mirada
ESTE azul de primavera
y esta tarde de cristal,
son cual breve catedral
en donde Cristo viniera,
por un instante, a habitar.
La mirada es un altar.
Abre ojos, abre oídos,
pule el tacto, que es Pasión
y Dios busca el corazón
a través de tus sentidos.
Todos los días son uno solo. Hay un día ideal compuesto de fragmentos que, al
bajar la marea de la memoria, recojo y recompongo así...
El curso de los días
LA mañana en los barrios. Todo es sueños, estrenos...
y una radio lo cuenta: “ya salen nazarenos”.
Mediodía en la Paz, sí llega el Porvenir,
el domingo de estrenos me reestreno a vivir.
Tardes de Santa Marta, la O, Carretería,
almagra en los espejos donde agoniza el día.
Noches de los espartos: Penas, San Isidoro...
En el silencio pisan las sandalias a coro.
Madrugada: Esperanza con brújula en Triana.
Calvario en el Molviedro... Y otra vez la mañana.
La mañana en los barrios. Todo es sueños y estrenos.
En la ventana –ausencia- algún rostro de menos.
Abro ahora esa ventana y es Domingo de Ramos...
Domingo de Ramos
HOY va a ser aclamado con ramones de olivo,
con palmas orientales y ropas en el suelo.
Los gritos de los niños y el hosanna el que viene
se escucharán en Roma, Jerusalén, Sevilla...
Al trote del burrito, se abrirán las ventanas
por ver pasar a un hombre camino de su trono
rodeado de luces de teléfonos móviles.
Por la negra garganta de la puerta ojival,
surgirán los azules y platas de la Hiniesta.
El desprecio de Herodes y el desprecio del mundo
vendrán cuando las tardes ocupen los zaguanes,
y alguien rasgue las ropas dando a beber el trago
de la muerte en la cruz.
Le llaman Amargura
porque toda la pena se condensa en su rostro,
diálogo sin voz, goce de los sentidos.
Hoy la vemos brillando como en foto de Arenas
de mañana de un jueves que ha perdurado intacta
sumergida en el agua confusa de los años.
Al genio Font de Anta le llorarán las trompas
pensando que a la noche matarán al pollino.
De nuevo su quijada servirá, en una mano,
para regar el campo con la sangre del Hombre.
Otra vez en la noche su mano, ya clavada,
irá encendiendo flores por los viejos balcones.
Ay Amor que reabres, sin que tenga remedio,
una cruz de Santiago como herida en mi pecho.
Mío Amor
¡Bendito seáis vos, Señor, que tanto me habéis sufrido!
Santa Teresa de Jesús
Libro de la vida
ESTÁ mi balcón abierto,
hoy amaneció entre Ramos,
y, aunque es de noche, esperamos
con el corazón despierto.
Pero, si Tú vienes muerto,
¿adónde iremos, Amor?
Llévame como una flor,
una más de tu Calvario.
Qué importa el itinerario
si voy contigo, Señor.
Biografía del silencio
ESCENAS de la Pasión como el Beso de Judas o el Prendimiento han sido ampliamente representadas a lo largo de la historia. Es fácil verlas incluso en los capiteles románicos historiados. Pero el silencio de Jesús, los silencios
de la Pasión, en el diálogo asimétrico con Pilato o en la entrevista con Herodes, no han corrido igual suerte. Ha dicho el Papa Francisco que “el Reino de Dios está en el silencio y no en el espectáculo”.
De todos los silencios del Señor, el que más me ha impresionado desde niño es el silencio solitario, discreto, del Cristo de la Humildad y Paciencia. “Ofrecí la espalda a los que me apaleaban” se escucha en Isaías 50 tras la procesión de palmas. Ante la sociedad del ruido, aparece un Cristo que medita, como un filósofo o un maestro oriental, consciente de su realidad y en permanente búsqueda interior.
Asciende el incienso y canta la escolanía en el fulgor adolescente de la tarde del domingo. Su figura es breve, sencilla, pero honda y reflexiva, como un haiku...
Humildad y Paciencia
HOY nos enseña
el Señor su humildad,
y su paciencia.
Cuando Dios calla,
en el silencio escribe
cada palabra.
Sol es la calle
donde Cristo medita
sus soledades.
Y en la noche del Domingo, ven conmigo a San Jacinto donde...
Estrella
A Antonio García Barbeito
PARA encontrarme con Ella,
vengo del puente a estos pagos
igual que los Reyes Magos
vagan detrás de su estrella.
La tarde el ocaso sella
con color de vino tinto.
Dios cambió este sol corinto
por una lumbre más alta...
Ella sale y nada falta
por la Calle San Jacinto.
Mi mañana de Lunes
ES Lunes Santo de mañana y voy con mi padre al centro de la ciudad.
Es temprano. Caminando vamos a la calle Santiago donde la dolorosa Virgen
del Rocío está ya en el paso. “Tu tío Curro fue de los primeros nazarenos de
aquí”, me dice. Luego bajamos por la cuesta del Rosario y mi padre hace un
alto para entrar en la librería Blanco, repleta de novedades de Historia que
consulta, mientras un anciano Ramón Carande revisa abstraído, tras de sus
gafas gruesas, un volumen sin pasar la página. Camino de la Calle San Vicente,
encontramos a Bibiano Torres y a Francisco Morales Padrón –de quien me
dicen que ha pronunciado un hondo y bellísimo Pregón- que vuelven,
lentamente, de comprobar cómo Jesús de las Penas ya ocupa el monte de
claveles perfecto desde el que contar los azahares de la calle. Y, al final,
vamos a la cercanía del Postigo, calles que él conoce bien de sus largas
jornadas en el Archivo de Indias, para ver a la madre de los americanistas, la
Virgen de Guadalupe. La Virgen de la cara de niña que contemplamos, él su
mano en mi hombro, antes de que comience la tarde... A la tarde nos esperan
en el Corral del Conde para ver pasar la Redención.
Lunes Santo
BAJO la breve sombra de las ramas del huerto,
un beso envenenado mientras se oye “Rabí”
junto a un corral antiguo de la calle Santiago.
Llueven flores y estrellas cuando Rocío pasa.
Prisionero camina cruzando los postigos
que descifran azules y zumos de aceituna.
Sus manos amarradas son dos palomas muertas.
Lo van siguiendo madres, esas nuevas mujeres
a quienes Cristo hoy vuelve a decir no lloréis
por mí, por vuestros hijos hacedlo... y así siguen.
Dominaron el puente nazarenos de plata.
Llegan de San Gonzalo siguiendo a su Rey preso
mansamente asomado al vacío esta tarde
donde se oye un enjambre de amarillas cornetas.
Como el mejor atrezzo de esta noche sin mancha
de abril recién abierto, surgen los nazarenos
oscuros, elegantes, caminando despacio
-llevan siglos haciéndolo, conocemos sus manos-;
son los de Vera-Cruz con sus verdes hachones,
de Jesús de las Penas, niños del primer tramo
con los pálidos cirios.
Volviendo a San Vicente
las tulipas que llevan -ardientes, consumidas-
relojes en las velas azules bajo el monte.
Reflejado en cristales de balcones antiguos,
Jesús mira sus Penas, se contempla la sangre,
los labios entreabiertos y la mano en la piedra.
Cuando el sueño nos llama, la catedral al fondo
brillando en plena noche como un bello retablo
salido de un taller de platería, el paso
con casquillos dorados de una cruz donde tiembla
la humanidad de Cristo. Un saltador de altura
parece en pleno trance de alcanzar el listón
que nos hace, a esta hora, soñar con ser eternos.
En casa descubrimos que ya estamos a martes.
Y después nos dormimos escuchando, a lo lejos,
saetas que, ahora, arden en el lugar del mundo
donde Cristo agoniza: la plaza del Museo.
Semana Santa oída
NO puedo hablarte del Cristo que llora, ni del milagro de las bambalinas sorteando cada pieza de la dentadura de la ojiva. Ni del palio de la Encarnación al son de Campanilleros. No conozco los silencios de la calle Feria, ni los gozos del Cerro del Águila cuando vuelve su Virgen. Hay una Semana Santa no vivida por cada cofrade. La que existe más allá de tu túnica, de tu hermandad. Una Semana Santa que te narran, que cierras los ojos y conoces pues sus estampas habitan tras tus párpados, en un territorio extraño llamado imaginación. Eso me ocurre, lo sabes, con el Martes...
Martes Santo
YO no he visto el Alcázar cuando Cristo se eleva
sobre el arco de flecha de la Cruz, cuando roza
la luna las almenas, centinela del tiempo,
esfera de un reloj que acristala las horas.
Yo no he visto en la noche la blanca nebulosa
de viejos nazarenos que, dos a dos, regresan
rodeando jardines -verdina en los estanques-
ni los ojos donde arden dos ascuas de pureza.
Yo no he visto marcharse, rosa de terciopelo,
la hermosa celosía de su sombra en los muros,
caricia en los varales, a quien es Dulce Nombre...
y enternece la noche como un hondo conjuro.
Solo he visto marfiles, aires renacentistas...
bajo el mundo pequeño de mi viejo antifaz.
A las tres de la tarde, vuelvo siempre a una Lonja
reluciente entre sombras de esparto y de ruán.
Con mis tres monaguillos, voy cruzando el dintel
-por las velas ya posan libélulas de fuego-
y rezo, recordando Martes Santos dorados,
con la voz -ay Angustia- de los que ya se fueron.
He querido describirte, en un sonetillo, esta impresión del Miércoles.
Sonetillo del Miércoles
TODO empieza en un puente,
sueño de tren y vía,
y al fin, melancolía,
la calle San Vicente.
Sed y Consolación.
Mi Buen Fin, sin caballo,
va cuando canta el gallo
que es hora de traición.
Tablero de ajedrez,
pone el jaque una lanza
sobre el oro amarillo.
Vuelve Regla, otra vez,
mientras Piedad alcanza
al Dios del Baratillo.
Ahí va mi abuelo
ENTRE los oficios del abuelo, estaba el de la orfebrería, ejercido, por temporadas, en diversos talleres de nuestra ciudad. En ellos, al acercarse la Cuaresma, procuraba largas horas de tarde y madrugada para completar un encargo que, a veces, se entregaba –unos faroles, unas potencias- en la misma mañana, con las flores ya puestas y la mesa petitoria en la puerta de la Iglesia.
“Ese candelabro de guardabrisas lo hicimos nosotros” o “aquel canasto lo desmonté y lo monté entero yo solo cuando lo restauramos” solía decir aquel hombre de palabras justas, aquel sevillano hondo, elegante, “fino y frío” a decir de Don Miguel de Unamuno. De todos aquellos, le fascinaban los faroles del Nazareno del Silencio y el paso de plata del de la Misericordia de las Siete Palabras.
A veces, cuando en la noche del Miércoles acudo a mi cita con la antigua cofradía -escapularios carmesíes, cíngulos dorados, tramos estirados por la esquina de la librería Céfiro a través de cuyos cristales veo venir el misterio más armónico de la Semana Santa- y aparece el Nazareno, digo a mis hijos... Ahí va mi abuelo.
Esa noche del Miércoles donde aún recordamos al Cristo de la Sed...
La Sed
FUE este Cristo de la Sed
quien me diera el agua viva
para alimentar mi fe.
...y de regreso a San Martín nos preguntamos...
La Sagrada Lanzada
A ver quién dice que cabe
el paso de la Lanzada
por la esquina de Cervantes.
Una pompa de jabón
la luna de primavera
que alancea el centurión.
Tal si me la hiciera a mí,
me está doliendo esta herida
abierta por San Martín.
Tiempo dormido
QUÉ silencio el del Miércoles, ya de noche, por la Alhóndiga, Descalzos o Dormitorio. Con solo pronunciar estos nombres de calles antiguas, uno se imagina la soledad de patios con helechos, el canto de algún grillo, los herrajes de las cancelas cerradas en una noche completa, con la luna saltando de balcón en balcón. Recordamos a Jacobo Cortines “Por tu tiempo, por tu tiempo dormido ciudad vieja, quiero perderme para soñar tu sueño”. En ese sueño
nos perdemos cuando en los Templos cerrados se preparan ya los montes de claveles y se llenan las jarras de los palios de la Madrugada. A ese sueño volvemos, cada año, hasta llegar a la plaza donde unos nazarenos ya están; han llegado sin que sepamos cómo, pues apenas parecen caminar. Se pasa el tiempo en silencio, abstraídos en la contemplación de las velas que licúan la cera tiniebla entre las manos, hasta que –al fin- tras las ramas se deja ver el llamear del palio de Madre de Dios de la Palma.
Madre de Dios de la Palma
SE escuchan los relojes
de las casas vacías,
vuelven los nazarenos
igual que ayer volvían
al silencio en los ficus.
Conversa con las ramas
la gran noche del tiempo.
Como si fueran llamas
de algún barco incendiado
revirando en la umbría:
viene mirando al cielo
-oros, granas-, María.
Charitas Christi urget nos
DONDE hay caridad y amor, allí está Dios cantamos la tarde del Jueves, día del amor fraterno. Que el amor de Cristo nos llama, nos interpela, ya lo vimos escrito en los antifaces de la hermandad de Santa Marta el Lunes; pero el Jueves, al salir de la Misa In Coena Domini, donde Dios se arrodilla para lavar y besar nuestros pecadores pies, experimentamos la radicalidad del amor de Dios por nosotros. Mucho más que un gesto o un símbolo, la liturgia de los
Oficios nos hace, como Juan, reclinar la cabeza sobre el pecho del Señor. Nos invita a permanecer en su amor, un amor gratuito convertido en nuevo mandato del Nazareno de Pasión, quien nos amó hasta el extremo. Dice la
soleá...
Mira si es grande su amor,
que a este Jesús Nazareno
lo llaman de la Pasión.
Sabes que un día pregunté a alguien qué sentía vistiendo a su Virgen. Mi pregunta recibió lo que merecía: una lección a modo de respuesta. Dijo que era emocionante, especialmente, el verse obligada a abrazarla, por momentos, para abrochar los ropajes al torso de la imagen... pero que nada se asemejaba a la emoción sentida cuando había vestido a las personas que acuden buscando higiene y ropa limpia a las duchas sociales de la calle Pagés del Corro.
“¿Y cuándo te vimos emigrante y te acogimos, o desnudo y te vestimos?”10preguntan los justos. La respuesta la conocen bien las hermanas de la Cruz, las hijas de Angelita –como la llamaba Ramona cuando no había brumas en sus neuronas y sus recuerdos eran nítidos como una mañana de julio-, las hijas de María de la Purísima, que hacen de cada día el día del amor fraterno.
Las Hermanas de la Cruz
dicen al pobre, al desnudo...
Dame esa cruz, yo te ayudo
pues también Cristo eres tú.
...Y como es Jueves Santo...
Jueves Santo
AÚN regreso a la hora de la tarde temprana a que él me señale las palmas de aquel manto, motivos orientales que tanto le gustaban. Después, el viejo asombro del paso bien poblado con caballos y un Cristo que hacia el cielo se alza, maromas que se tensan, bandidos, centuriones...
Mientras en las Teresas, Santa Inés, Santa Paula, se adora al pan del cielo, amor de los amores. Mi madre aún me celebra el manto recogido, la luz por las cancelas, la plaza de los Carros... cuando rezan a coro los varales mecidos letanías cofrades de sus doce rosarios.
Igual que a la columna se amarran los suspiros de Jesús azotado, me amarro a lo perdido... y este luciente Jueves de Sagrarios abiertos me flagela en el alma el látigo del tiempo.
Tras la bruma de nazarenos violetas, cada año buscamos al eterno maniguetero de versos de la Virgen del Valle, al verlo pensamos...
Maniguetero de El Valle
A Manuel Lozano
AHORA observas tu vida... qué fugaz.
Pasaste, sin saberlo, año tras año,
abril tras otro abril, mirando el paño
donde calcaba Dios su Santa Faz.
Sobre el pecho, la piedra misteriosa
del Señor, con espinas coronado,
brilla como el recuerdo de un pasado
donde aún huele el perfume de la rosa.
Mirándote en los mínimos espejos
del paso, ves tus ojos que hoy, ahora,
tienen la misma luz, pero más viejos.
Y, como amor quizás no fue certero,
centinela del manto, tu Señora
te nombró su más fiel maniguetero.
Lorenzo
LORENZO tenía unos rizos morenos que se encrespaban como marejadas y dos columnas salomónicas por brazos que, ricos en músculos y vasos sanguíneos, hacían ruborizar a las niñas del corral de vecinos de la calle Feria cuando pasaba. Salía temprano para el muelle con su mono de faena abierto, dos botones en el torso, y las mangas dobladas hasta los codos, “vacilando”, como un Victor Mature de la plaza de los Carros.
Los años de posguerra, cuando llegaba la Semana Santa y, para sacar adelante aquella casa que se llenaba de niños, hacía a María preparar el costal de tela de saco y la morcilla de cuerdas apretadas, para irse a las igualás de las
cuadrillas de gallegos. Cuadrillas que capitaneaban con voz de trueno aquellos capataces, muchos de ellos procedentes del muelle –Canela, Franco, Bejarano, Borrero, Ariza...- que competían por fichar y entrenar a los hombres más
musculosos, como nuevos lanistas de estos gladiadores de la Bética. Contaba con orgullo cómo a las órdenes de Adame sacaron el misterio de Los Caballos del templo de Santa Catalina, llevando un sorprendente eje en diagonal al
cruzar la puerta sin que los ángeles de las esquinas sufrieran mutilaciones, como otros años había sucedido. De domingo a viernes, Lorenzo llegó a sacar una por día, haciendo la madrugá por medio con la Virgen del Mayor Dolor y
Traspaso.
La noche del Jueves, cuando la madrugada ya alimentaba aleco en el patio, a Lorenzo le sangraba el cuello y María extendía -dormidos ya los niños-, con sus dedos, un ungüento que olía a dama de noche de una tapia y a agua de pozo de corral de vecinos. Un repaso a la camisa, un poco de pescao frito, un vaso de leche, el paquete de Ideales –que no falte- y otra vez a meterse debajo de la trabajadera. Porque aquella noche... era la noche.
Madrugada
A José Ignacio del Rey
ESTA noche es la noche que está ocurriendo siempre,
la escribió la memoria con su tinta indeleble.
Con El Rito y la Regla, relees a Montesinos
y el tiempo para herirte ya conoce el camino.
Las doce campanadas va rezando un reloj,
nazarenos oscuros vienen de dos en dos.
Salen de un zaguán blanco, dos quencias y una fuente,
cinco cruces pintadas sobre el ruán penitente.
Sus pasos que se alejan los oiremos de nuevo,
son los mismos cada año, marchan hacia su Templo.
El péndulo del alma echa a correr tu tiempo.
Y habla Dios esta noche, óyelo enel Silencio.
Porque...
Sueño veneciano
NO hay nada ya tan nuevo como esta antigua noche,
gondoleros de insomnio surcan la madrugada,
catedrales de plata sobre las cresterías,
aromas que se alían encima de las jarras,
avanzan los varales y al silencio no hieren,
y un rostro que el incienso -¿sueño? ¿revelación?-
deja ver, poco a poco, vibrando entre las llamas:
la Niña Nazarena, la Pura Concepción.
Permíteme que imite a Don Manuel Machado para concentrar, de un modo impresionista, a todas las advocaciones marianas de la Madrugá Machadiana
CONCEPCIÓN,desperezo de azahares
en su celda de plata.
La del Mayor Dolor,
corazón traspasado
por la espada del alba
que ya enciende los patios.
Dulce interrogación
en la lumbre sonámbuladel palio
de la Presentación.
Esperanza que al río va tornando
taller de argentería.
Angustias donde estrena
sus azules de saya el nuevo día...
y, al fin, la Macarena.
Sacras voces
EN los primeros años 30, con su sombrero de ala ancha, su camisa blanca perfectamente planchada, un pañolito anudado al cuello, la varita de mimbre en una mano y el bolsillo repleto de saetas escritas, se presentó en los altos del café Laredo un niño de Mairena que venía de la fragua de su padre. Aquella noche, por enfermedad de El Gloria, El niño de Rafael, que posteriormente sería Antonio Mairena, fue llamado a la Peña Sevillana donde consiguió su primer gran éxito profesional cantando en la madrugá. Según confesó a Alberto García Ulecia11, muchas noches había pasado aquel gitano pegado a los pasos por la calle Sierpes para escuchar a Manuel Torre –tu voz,
Manuel, recuerdo por mi Sevilla clara / de losas de Tarifa y algún clavel nublado... escribió Juan Sierra- al Gloria, a Tomás Pavón, impregnándose de aquellos ayes sacros salidos, como clavos ardiendo, de los yunques de la garganta del pueblo. Muchas madrugadas había analizado las voces de la tribu, los viejos lamentos de aguardiente y patios encalados, hasta que aquella amanecida su mano abierta se dirigiera al señor de la Salud. Hasta que su timbre emitiera los dardos dorados de la saeta por seguiriya, y el Nazareno avanzara, sentenciado y moreno, camino de la Catedral donde el Cabildo esperaba, con enfado, a que el paso llegara a deshora.
Años después, mi padre me contaría una mañana en San Román, en los balcones del Uno, con los Mairena –Curro, Antonio y Manolo- y a Pastora Pavón Cruz, la Niña de los Peines, lloviéndole saetas al palio de las Angustias.
Como Javier Molina me sigue narrando en la memoria, con hondas palabras, con su porte elegantísimo, la saeta de Manolo Caracol –rizada en el gitano grito como los adornos de hilo de oro se rizan en un techo de palio- que a él
le continuaría sonando –al final de sus días- en su ya gastado oído.
Así sigo yo escuchando a José Georgio Soto -Sevilla pura, calle Feria, cuartos de la Alameda, corral del Moro donde habita El Gloria y Pepe Torre-
quien en su voz funde, como Silverio, la luz rosada de los mármoles toscanos con los calientes ciscos de las candelas que aviva su madre Tomasa, llorándole a la Macarena, mientras siento una mano apretar mi hombro.
Pero es de mañana, y ahora estoy en el Postigo. Manolo Mairena sale al balcón mientras alguien acalla las conversaciones...¿Quién viene? Es la Esperanza de Triana.
Saetas a la Esperanza
(Evocación de Manuel Mairena)
A Pablo García Baena
HIZO frío esta noche de traiciones y golpes,
de falsos testimonios y de besos de ortigas.
El día, por entonces,era un sueño lejano
fabricado de estrellas y de vientos y puentes
que erizaban las capas. Yo recuerdo haber visto
las hileras mellizas de los tramos de velas
avanzar sobre el río; la luz impresionista
dentro de los varales jugando con las lágrimas,
haciendo hermosos prismas, y sonaban las bellas
melodías que vuelven de aquel tiempo de oro.
Se ha reescrito de nuevo la noche inacabada
de los hondos contrastes -de tiniebla y de luces-
mientras el Inocente fue llevado por calles
con la Cruz en el hombro, nuevamente caído
como un rey desterrado del amor de su pueblo.
Ahora el aire preludia la llegada del día
y este viejo Arenal de Lope y de Cervantes
-en medio de los cirios, consumidos, tiznados-
ve venir la Esperanza despejando las nieblas
de la noche del Jueves. Es la hora del siempre.
En un balcón cercano, seguro de su raza,
heredero de voces y carbones de fraguas,
posa Manuel su mano sobre la barandilla
-fulge como una estrella el pasador del puño-
y espera a que se acalle la voz de los metales.
Su voz es una hoguera de llamas octosílabas,
un cántaro chascado, un coágulo en las venas.
Su voz lleva en los hombros la pena de aquel barrio
que a través de los siglos va aguardando el regreso
de la que en su tristeza despierta la esperanza.
Y duele el martinete, cómo duele a esta hora
la lucha cuerpo a cuerpo del hombre con su canto
cuando hasta el cielo siente los arpones del día.
Hizo frío esta noche de hogueras encendidas,
de mármoles manchados con la sangre del Justo.
Ya se va la Esperanza disuelta en el desorden
de las pompas de incienso. Ya Manuel se ha perdido,
su voz no es más que otras, ya su voz es recuerdo.
Al pasar el Postigo, se descorre la aurora.
Yo le lanzo mi beso, con el día la pierdo
y la gana la orilla que su regreso aguarda,
vestida por la dulce doctrina de unas manos
que rescatan el tiempo de las fotos antiguas.
Cuando va, como un sueño, a favor de corriente
suena, lejos, Font de Anta, sabéis la melodía;
y Ella tiende su mano buscando el nuevo día...
Como un delfín de oro, salta el sol sobre el puente.
Aquel Viernes
SIEMPRE me impresionó la liturgia de la tarde del Viernes. El silencio de nicho blanqueado con el que comienza la celebración mientras los ministros se postran, rostro en tierra, como Josué ante el jefe del ejército de Yahvé o como el Señor en el huerto de los Olivos. Todo se hunde, todo se derrumba en señal de caducidad ante la cruz, “verdadera zarza ardiente” desde la que Dios nos habla.
Con esa sensación de que todo se escapa -como el agua en un cestojusto en el instante más bello, pasamos el día desde que la luz nos descubre a unos nazarenos por Varflora, recién salidos del cuadro de Sorolla.
Al final de la noche, cuando la campanilla anuncie el entierro de nuestro gozo, escucharé la voz del viejo saetero que, pie a tierra, corbata negra, raya perfecta, cantaba en la plaza de San Pedro a la Madre que lleva al Hijo sin
vida. Ya lejos el paso -¿recuerdas?-, seguía luchando con su garganta mientras agitaba los brazos como levantando un mundo que se desploma, que se postra ante el que está ya muerto tras dieciocho ciriales...
Viernes Santo
ESTOS días azules y este sol de Varflora.
Carabela que viene surcando terciopelos.
Estos zancos que –asombro- otra vez me señalan
pues apenas alcanzo a ver nada allá arriba
donde los cardos crecen por entre la madera.
La Soledad sonora de patios franciscanos
de murmullo de fuentes y canto de jilguero.
Estos malvas brillantes que luminan el puente
para que por vez última el Justo cruce el río
a pie. Mientras el cielo siente la llamarada
del cachorro del Padre escrutando universos,
galaxias que se alejan porque todo se expande,
todo sigue su rumbo a excepción de este grito.
Esta casa de oro del paso de Loreto.
Estas noches azules de antiguos comerciantes
de telas. De castillos, leones, cresterías,
y el perdón infinito “estarás hoy conmigo”.
Y esta calle de sombras donde avanza el sepelio
y un anciano que canta, yo lo sigo escuchando,
saeta desde el suelo mientras abre sus brazos,
mortaja imaginaria, y el aplauso reprime
porque Dios llega muerto y no hay palmas que valgan.
Este reloj sin alma que me entrega a la noche
y me indica que todo, todo esto ya pasa...
Todo esto ya pasa mientras por el puente, sobre el río...
El Cachorro por el puente
A Aquilino Duque
VUELVE Dios expirando a su manera:
agonía esculpida en una rama,
tripulante sin rumbo de este viernes
que siembra de rocío su mirada.
Un lamento de bronce por el puente,
incisión en la niebla, cuchillada,
molde roto, boceto expresionista,
luminaria que muere y no se apaga,
jinete, sin destino y sin espuelas,
trapecista en un salto hacia la nada,
mera sombra de náufrago que emerge,
ave que en plena noche abre sus alas,
voz que intenta ser voz mas nadie escucha
pues los labios no pueden vertebrarla.
Un prólogo de muerte viene escrito
sobre su anatomía maltratada,
sobre costillas, pómulos y brazos,
sobre el oscuro hueco del diafragma.
Sobre su ojo el rocío fue cuajando
una delgada pátina de escarcha.
En su pupila flotan las estrellas
migratorias, errantes... Su mirada
es un profundo pozo misterioso.
En la noche, cornetas asfixiadas.
Trágico bailarín de su silencio,
banderillero triste de la nada
citando ante las gradas de la muerte,
sin éxito, sin luces y sin palmas.
Así vino Manuel, cruzando el río,
así lo pude ver de madrugada,
tan frágil y feroz como un Cachorro
aterido a quien la luna blanca
-ubre ya milenaria y misteriosaen
la cuna del puente amamantara.
La nostalgia
AQUEL maestro de mi infancia -¿Don Daniel? ¿Don Matías?- nos enseñaba las sílabas. Por cada sílaba, dábamos una palmada. “Y ahora vamos a hacer palabras bisílabas, esto es, las de dos sílabas” dijo. Levanté la mano y con dos palmadas pronuncié PA-SO. “Muy bien, paso, cuando uno camina da pasos” explicó aquel hombre bueno. Pero yo, que entonces no sabía que aquello se llamaba polisemia, me refería a nuestros pasos con canastos de oro y candelabros de guardabrisas. Aquéllos que yo dibujaba, llamitas encendidas en los candelabros, con mis lápices de madera en los márgenes de los libros.
Poco después perpetré mi primer poema, iba dedicado al Cristo de la Buena Muerte y lo pasé a limpio en la Olivetti verde de mi padre. Y ahí he seguido, procurando escribir con la tinta de esa máquina que sacara adelante a cinco
hermanos.
El Sábado Santo aquel mundo esperado se me iba desinflando. Poco a poco sentía que todo se acababa, un sentimiento de estar en el fin del mundo me poseía y me impedía, casi, disfrutar de las cuatro cofradías que entonces
procesionaban. “Esta es la última que da cera”, “éste, el último paso de palio”, “ésta, la última que lleva música”...
Y así, cuando comprendí la palabra nostalgia, supe que su definición era: “Sentimiento de ausencia que tiene el niño cofrade la tarde del Sábado Santo cuando sabe que se acaba la Semana Santa y queda todo un año por delante para la siguiente”.
En San Lorenzo
SIENTE el céfiro suave
levantando el sudario,
y el trinar de las aves
que hilvanan el calvario.
En la hucha del poniente,
cae un sol que no quema
a esta plaza sin fuente,
y enciende la diadema.
Entre viejos balcones
que encienden la memoria,
va María a su cita.
Dicen los gorriones
que es Sábado de Gloria
y pronto resucita.
Y es que yo
Soledades
AMO tanto lo perdido,
que estoy echando de menos
cosas que no han sucedido.
Yo digo que la tristeza
es la Soledad pasando
y oír sillas que se cierran.
La dicha duró un instante.
Se marcha el Sábado Santo,
queda un año por delante.
Cómo se pudo pasar,
hasta hace nada esperando
y ahora otra vez a esperar.
Así pasa el Sábado Santo
Romancillo del Sábado
SALE el Sol, aunque es tarde.
Vienen túnicas verdes.
Piedad de los Servitas,
suena el agua en la fuente,
Chopin junto a las Dueñas.
Cae la luz, lentamente.
“Esa bola de cera
sácala por si hay suerte...
la Esperanza es lo último
que en Sevilla se pierde”.
Mira bien los romanos
que a la urna protegen;
de Ben-Hur hoy salieron,
ni a la Canina temen.
Oye sus zapatillas
tras el Cristo Yacente.
Mira al fin de la calle
que llaman de las Sierpes:
esas postreras velas
en el alma me encienden
una vieja nostalgia
que, aunque sea igual, siempre
me encuentra y sigo siendo
niño triste que aprende
su lección: “todo pasa,
Sevilla... permanece”.
El curso de los días acaba un confuso domingo en el que, como imaginarias ánimas
del Miserere de Bécquer, vagamos por los lugares ya vacíos donde anduvo nuestra felicidad.
Domingo de Resurrección
AQUÍ estaban las sillas, queda cera
de cirios desangrados. Todo ha muerto
este domingo mudo cual desierto.
No hay más nadie, tú y yo por la Carrera.
Aquí estuvo tu mano, niño mío,
como antes las de tantos, hacia el cielo
esperando una estampa, un caramelo...
y ahora sólo el azul, sólo el vacío.
Piensa en lo ya vivido, una quimera
será siempre este tiempo en tu memoria.
De soñar una nueva primavera
ya no habrá desengaños que te quiten.
Sonreirás cuando cirios, oro, gloria...
como Dios -hoy domingo- resuciten.
III. MEMORIA DEL CORAZÓN
La palabra del alma es la memoria
Luis Rosales
Una medalla
RECUERDObien una medallita de oro que –uniendo dos devocionestenía en una cara la imagen del Señor del Gran Poder y, en la otra, la de la Esperanza Macarena. Dice Luis Rosales que “la palabra del alma es la memoria”.
Yo me introduzco en un tiempo que me pertenece y, buscando la palabra del alma, me asomo a esa medalla, como quien se asoma a un pozo mágico, para ver hoy al Señor del Gran Poder. Ante Él se han casado, han sufrido y han
nacido tantos sevillanos. El Señor con túnica persa de las fotografías coloreadas en los establecimientos, el que preside los azulejos con lamparitas encendidas en las noches de niebla. Al verlo, cada Viernes Santo, decimos como San Pablo “si este Dios está con nosotros, quién puede estar contra nosotros”.
Esta noche, Gran Poder
A Antonio Burgos
MADRUGADA de Dios entre las calles. Honda noche de cera y de silencio. Por la calle con luna en los balcones, van llegando los viejos nazarenos de ruán con los cirios extendidos, y una oración callada en los adentros. Aún el amanecer no se insinúa, mas canta equivocado aquel jilguero en la jaula colgada del balcón donde la cera quema sus reflejos. En el aire ya va la cruz de guía, traspasada de clavos, y flagelos, llevada por las mismas gruesas manos que en la larga estación de los recuerdos. Sabemos que Él vendrá, que es primavera, que se ha hecho de noche en San Lorenzo, y se escucha el reloj dando las horas a través de balcones entreabiertos donde se asoman sombras
misteriosas, que contemplan, calladas, tras los cierros.
Sabemos que Él vendrá, que es primavera, lo dice el corazón, en su recuerdo que, contando las hojas de almanaque, emerge madrugadas que se fueron. Al final de la calle los ciriales van haciéndole sitioal Nazareno que despliega el compás de su zancada a través de la bruma del incienso. La canastilla suena a cada paso. Las ráfagas la encienden por momentos. Viene Dios con pisada decidida, su túnica mecida sobre el viento. Las almendras convexas de sus ojos, tiernamente inclinadas, en el tiempo avanzan proclamando entre el rocío: “Yo soy el Mesías y el Cordero”. Una gota de sangre de su frente dibuja por su carne un riachuelo. Los trigales de luz de sus potencias se clavan en la umbría de su pelo. Sus dedos violinistas se han posado con frágil ademán en el madero, lo tañen con ternura inusitada, lo llevan con amor en el silencio. Sus pómulos dorados como el vino, asoman entre rizos cenicientos, el alba de
sus párpados tranquilos acentúa la curva de su ceño. Su cabeza es un busto de pasiones que combaten prendidas de su cuello: la ternura, la fuerza y mansedumbre, el hombre está con Dios en dulce duelo, la miel se está aliando
con la espina, la nieve está fundida con el fuego, armonía de fuerzas enfrentadas, marejada de amor y sentimiento que en la playa tranquila de la noche amansa el rompeolas de su cuerpo.
Madrugada de Dios entre nosotros. Noche eterna de espartos y silencios. De cruces abrazadas en penumbras, de palios de cajón que van discretos a paso de mudá buscando al Hombre que carga con el peso del madero. Ya se aleja el Señor entre unas calles donde abren los cerrojos del día nuevo. La noche le ha trenzado una corona con la plata fugaz de los luceros. Nuestros ojos cansados se preguntan si es real o si ha sido todo un sueño. Y en el íntimo altar de nuestros labios, se ha encendido, por Él, un Padrenuestro. Madrugada que vive en nuestras vidas. Otra vez pasa el Dios de San Lorenzo.
Semana Santa compartida
TE dije que había una Semana Santa oída, pero también hay una Semana Santa compartida. Ésa que descubrimos con el amigo que nos lleva a unos territorios desconocidos antes por nosotros. Sitios que podrían pertenecer a otra ciudad de tan nuevos como nos parecen. O las calles que aprendemos de la mano del amor en esos primeros paseos juntos por la ciudad inaugurando espacios, lugares que ya sólo se entenderán desde la complicidad. Esquinas donde la memoria de un beso nos ilumina ya para siempre. Una marcha sonando mientras un dedo garabatea una caricia en la otra mano.
San Roque
ME llevaste a tu lugar,
yo era de Amor y Amarguras
y tú, de calle Imperial.
Una página de cal
la pared, el verde y oro
de aquel palio es un tesoro
que el alma vino a guardar.
Gracia y Esperanza fue
la que un abril que aún existe
me iluminó tu querer.
Quince años
HACE ahora quince años que nos conocimos. Era una primavera, como ésta, y los pasos se empezaban a armar en los templos. Aquella Semana Santa fue la del descubrimiento de sus labios. Su vida y la mía se iban enredando bajo el decorado amarillo de un mundo con tambores y canastillas al fondo. Toda la luz de abril estaba en su sonrisa. Todo el azul del mediodía lo teníamos dentro de las venas. De su mano crucé el puente, aquel donde, dicen, se conocieron, en una subida de delfines, los padres de los Machado. Reformando el poema de Aquilino Duque, aquella primavera nos dimos, en el puente, el abrazo que Manuel nunca habría de dar. Un abrazo, el nuestro, que aún sigue vivo, con ojos y manos, en tres hijos que nos dicen que es verdad, no fue un sueño... Que hace ahora quince años que nos encontramos.
Tema de amor
A Paula
HABÍA dimitido
el viento de las ramas de plata de los álamos,
y el reflejo era un lodo
metálico y brillante por la mañana nueva.
Yo llegué de tu manosin saber que esa orilla,
aquel trozo del mundo
donde fulge una torre
y casas de colores sonríen junto a un río,
iba a ser nuestra vida.
Esa semana estuve pendiente de tu mano,
vigía de tu beso,
ardiendo con el sol de tu caricia.
Ya nos habíamos dado
la palabra de amarnos por encima de todo
y era, al fin, primavera
en las ramas encintas de azahares noveles.
Sobre el puente una Estrella
-buena estrella en mis manos- la noche del domingo
me mostraba universos y marcaba mi ruta
sin yo saberlo entonces.
Las velas encendidas esbozaban tu cara,
Polar de mi ventura.
Supe que la Pureza es una calle
que lleva a la Esperanza, y lo aprendí contigo
la mañana del jueves
cuando todo es estreno, belleza renacida.
Toda mi vida entonces
dependía de un gesto: tu sonrisa.
Tu luz me iba llegando
por los respiraderos de aquellos veinte años.
Tu cara con la mía
las vimos retratadas, al pasar, en el oro
cansado del canasto
sobre el que el Nazareno arrastraba una cruz
tan lento como el mundo camina en sus elipses.
Y sangraba mi herida,
lo mismo que el costado del Cristo que soplaba
un aliento de estrellas. Así mueren los hombres
malheridos de amor.
Ay amor que me vino, aquel marzo como éste,
-tan frágil como eterno-,
cuando el puente sentía la agonía de Dios
expirando en la tarde donde estaba naciendo
el sueño de los dos.
Hermosa providencia, cristal para mis manos,
simetría en el beso,
buenaventura mía, sueño para mis labios,
amor que día a día vamos haciendo nuevo.
Siguió pasando el tiempo por debajo del puente.
Yo quedé en la otra orilla, donde el sol me despierta
-ay regalo del Cielo- con tu beso en mi frente.
¿Cómo está la Virgen?
¿CÓMO está la Virgen? Preguntaba la abuela al recibirnos en el patio donde ardía un jazmín en el centro y la ropa en los tendederos resumía la luz del día que reluce más que el sol. “¿Cómo está la Virgen?” “Cómo va a estar, abuela, tan guapa como siempre”. Y nos daba un beso, que eran varios juntos engarzados. En su mecedora, el abuelo, serio, apurando un cigarrillo negro que duraba un
siglo, economizaba sus palabras, hasta que, por fin, mi insistencia de niño preguntón le hacía salir de la laguna de sus silencios para contarnos aquellas mañanas de Jueves, las madrugadas y los Viernes en la vieja casa.
Una casa llena de niños -Manolo, Matilde, Emilio, Manuela...- que siempre lo serían en sus memorias. Reíamos escuchando contar de nuevo cómo se reunían todos al recogerse la Virgen, las ocurrencias de unos y de otros, o cómo lloraba Manolo cuando creyó perder la medalla de la Macarena que su tío, mi abuelo, le había regalado cuando la Coronación. Aquella medalla, que incluía un texto recordatorio grabado, no sólo no la perdió, sino que acompañó a Manolo en su estación final, en la madrugá de la muerte camino a la amanecida plena.
Por eso, cuando vimos juntos a la Esperanza Macarena y al Cristo de la Buena Muerte, me supiste emocionado. En la oración por los difuntos de ambas hermandades, cerré los ojos y pude ver los rostros sonrientes de los míos, todos rescatados en mi memoria, resucitados ya en mi corazón. Y una casa con patio y puerta de cristales ardía en mis labios. Una casa que hoy, otra vez a vueltas entre lo vivido y lo soñado, quiero recordar...
La casa
Si sé que vivo es porque te recuerdo
Julio Mariscal Montes
MIRAD, de aquí procedo: de una casa,
de nombres que habitaron mi memoria,
el patio y una puerta de cristales
que aunque no conocí, son ya la historia
y los antepasados de mi vida.
Si sé que existo es porque yo no olvido
su rostro, siempre atento, en aquel cuadro,
mientras el tiempo pasa con descuido
en un reloj ajeno al porvenir.
Yo procedo de un viernes de mañana,
de columna y de llama en los escudos,
rostros sin tiempo están en la ventana.
Una mano morena, y es Manolo
que me llama cansado de buscarme.
Antiguo nazareno que aún, por Parras,
conserva un caramelo para darme.
Un desorden de bulla en los ciriales
que asoman, vacilantes, por la esquina,
mientras el sol renombra, entre balcones,
-sorpresa- un año más, las bambalinas.
Sabed que yo procedo de aquel rostro,
ojeras de carbón tras de las velas,
esmeraldas que vibran, labio abierto,
lágrimas donde están las de mi abuela.
Mañana de cristal tarde serena,
sonrisa de Gioconda en su mejilla,
va arrastrando en el oro de la red
de su manto los sueños de Sevilla.
Anhelo de personas que sonríen:
la foto en blanco y negro de aquel día,
mañana de esperanzas, una reja,
saber parecen que hoy los miraría
a través de los años. Este viernes
-rito que se hace nuevo y se reestrena-
por ellos rezo, y veo a mi familia
mirando a la Esperanza Macarena.
Viene Santa Marta
¡QUÉ solitaria está la ciudad populosa! Se ha quedado viuda la primera de las naciones”, asícomienza el Libro de las Lamentaciones. Qué solitaria está la ciudad en la calle Angostillo cuando viene la noche oscura del Dios hundido.
Un Dios trasladado al sepulcro y que es, también, como dice más adelante la Escritura, “un hombre que ha probado el dolor” 14 . Un hombre que ha mordido la muerte. Y, “porque la misericordia de Dios no termina” , a esa hora despierto la mariposa de la oración para rezar por todos aquellos que, a ti y a mí, nos hicieron cofrades de Sevilla.
Padre Nuestro
A José María Rubio Rubio
PADRE Nuestro que habitas esta muerte
que todos algún día poblaremos
con la esperanza puesta en que vendrás
a rescatarnos luego con tus dedos.
Padre Nuestro que habitas esta muerte
que todos algún día gustaremos,
hoy bendigo la dicha de nombrarte,
de despertar tu nombre en el silencio,
mientras se van tornando nuestros labios
establo donde Tú naces de nuevo.
Permite que gocemos en la tierra
de la Gracia celeste de tu Reino;
dales fuerza, también, a nuestras manos
para que cada día cultivemos
y hagamos germinar en nuestro mundo
la semilla de amor de tu Evangelio.
Tu voluntad se cumpla cada día,
aunque a veces, Señor, no comprendemos
las inclinadas líneas con que escribes
tus divinas razones y argumentos,
los difíciles lazos con que amarras
tus cosas en la Tierra y en el Cielo.
Dales tu pan de vida a nuestras casas,
y no nos falte nunca el alimento,
la rubia bendición de los trigales,
el mosto redentor de los viñedos,
frutos de nuestras manos y tu gracia,
que a tu carne, después, darán sustento
cuando sean alzados una tarde
para hacerse divino Sacramento .
Perdónanos, Señor, nuestra malicia
pues a diario herimos y ofendemos,
y, a base de injusticias y omisiones,
te clavamos de nuevo en el madero.
Perdónanos, Señor, pues si nosotros
lo hacemos con los que nos ofendieron,
cómo no lo harás Tú, cuando Tú eres
el Amor entregado vivo y pleno.
No dejes que tomemos los caminos
que emanan –tortuosos- del sendero
y nos van alejando de gozarte
creyendo que ésos son los verdaderos.
Y líbranos, oh Dios, de todo mal,
que no nos entretengan sus enredos,
que no nos cieguen nunca sus encantos
disfrazados con pieles de cordero.
Condúcenos, Señor, hasta la Vida
y haz que un día contigo la gocemos,
cuando vengas, Señor, para llevarnos
a la eterna morada de tu Cielo.
Y, hasta entonces, por todo y para todo,
tu Caridad nos dé su paz y aliento.
En vasija de barro
QUIEN te ha hablado hoy es hijo de un devoto de la Buena Muerte y de una sevillana que nació en la antigua calle Ciego, en la misma casa donde antes lo hicieran su padre y su abuela allá por el siglo XIX. Mis abuelos maternos se casaron en San Lorenzo, delante del Gran Poder; mi madre se bautizó ante la Reina de Todos los Santos y recibió la Primera Comunión en San Julián, bajo la mirada de la Hiniesta. Por las mañanas de Viernes,esperaba al Señor de la Sentencia y a la Virgen de la Esperanza, donde salían de nazareno su primo y sus hermanos. Ella, en no pocas ocasiones, fue a ver, con su padre, los palios tras los que tocaba la banda de su tío abuelo Manuel Pérez Tejera, a quien Joselito el Gallo regalara una batuta de oro después de que se arrancara el pasodoble tras un maravilloso par al quiebro; quien actuara de niño para Alfonso XIII en los Altos Colegios y quien fuera el primero en interpretar, tras un paso, la marcha Pasan los Campanilleros, entre las reprobaciones del público.
Como verás, no he tenido mala herencia. Pero cada cofrade tiene la suya y se sabe depositario de un tesoro que lleva, como decía San Pablo, en vasijas de barro para transmitirlo a sus hijos. Yo quiero rezar ahora por los cofrades del mañana; por los que están en el útero de sus madres; los más esperados y más débiles de cada familia; los que aún no tienen rostro, pero sí una túnica y una medalla esperándoles. Yo quiero repetir, por ellos, la nana que un día escribí a nuestro primer hijo cuando aún era un nombre y un sueño dentro de la carne de Paula.
Nanas del esperando
TODAVÍA no has venido, y ya te estamos amando. Aún no conoces la pena y ya sufrimos tu llanto. No gozamos tu alegría, y ya nos está habitando la nieve de una sonrisa como una yema de nardos. Aún no conozco tu cara, más
ya voy imaginando el enjambre de tu boca, la grana de tus dos labios, la bruma de tus pestañas naciendo de entre los párpados... Tú reinas en lo profundo del vientre que tanto amo, lo vas inflando de vida, lo vienes contorneando, dándole perfil de luna que crece entre los naranjos. Tú vives en esa pompa de amor que palpo a diario buscando tus movimientos, un discreto manotazo que haga reencender mi mundo como un pequeño milagro. La piel es una
frontera que, en tu madre, voy sitiando con besos de noche y día, besos que lluevo despacio por si pudieran llegar a tu cuerpo y arrullarlo. En su mirada ya brilla la luz que tú le vas dando, ya conoce tus posturas, tus sueños y tus horarios. El ritmo de sus arterias se le viene acelerando; como un San Gabriel, el pulso que anunciara en cada vaso las letras que hacen un nombre que ya vamos pronunciando. Con torpeza de noveles, se preparan nuestras manos, nuestra piel soñando ensaya la ternura de tu tacto, tu cuerpecito desnudo, el junco de tus dos brazos, las pequeñez de tus dedos – cinco gozos, cada mano-, y tantas y tantas cosas que vamos imaginando. Cien preguntas cada día, cien temblores asolando, cien palabras reinventadas para decir piano, piano, “Duérmete, lucero mío,” tu madre ya está ensayando mientras acuna mil sueños donde tendrás tu regazo. Tu madre peina una nana mientras yo la voy rimando. Todavía no has venido, todavía no has llegado, mas cada día que pasa vivimos coloreando un mundo para que puedas ser feliz en nuestros brazos.
La ciudad que hoy resplandece será tu mejor regalo. Llegarás en primavera, cuando todo esté brillando. Te verá nacer la luz que prende los candelabros, te verá nacer la brisa que se cuela entre los palios, te verá nacer el sol que acaricia los calvarios, te verá nacer Sevilla, esta ciudad que heredamos. Te pondremos una túnica cuando aún no des dos pasos y caminarás las calles teñidas por el ocaso. Sé que llegará ese día, y tú vendrás de mi mano, con papeleta de sitio, con la medalla oscilando, renaciendo la niñez que me olvidé en el pasado.
Cofrades de Emaús
TODO esto diferiría muy poco de la contemplación de un hermoso espectáculo escénico si no fuera por la experiencia de la Resurrección. A veces, hemos regresado comentando los momentos vividos, la plasticidad de un cortejo apareciendo entre las sombras de una calle, lentas parejas que emergen del pasado, o el recogimiento de un palio que se aleja entre músicas que traspasan las fronteras de lo instantáneo. En ocasiones, camino del Emaús
de nuestra nostalgia del Sábado, hemos ido hablando de todo lo sucedido, aturdidos por tanta belleza, como Stendhal en Florencia, sin reparar en que no habría verdad en todo ello si el Señor no hubiera resucitado.
La noche del Sábado Santo, en la capilla a oscuras, cuando ya arden las primeras llamas de la hoguera, y permanecemos en silencio ante el Cristo de la Buena Muerte -Dios de mis mayores con los lirios casi ajados, las hachas
consumidas, salpicaduras de cera en los faldones-, hemos sentido cómo ardía nuestro corazón al comprender que todo lo ocurrido cobraba significado. La sucesión de lecturas, desde el Génesis, nos va encendiendo, entonces, las luces del camino que ya hemos dejado atrás. Lo ya vivido se ilumina. Comprendemos que la cruz, si bien es locura para algunos, para nosotros “es la fuerza de Dios”16. Se nos abren los ojos. También nosotros somos testigos
de la gran historia de la Salvación porque, como leemos en la carta a los Romanos, “si tu corazón cree que el Señor lo resucitó, te salvarás”.
Esta es nuestra fe, una fe que no nos defrauda. Contemplando, esa noche, al aún cálido Crucificado entendemos que “el amor es más fuerte que la muerte”. Más fuerte es el amor de Dios que esta Buena Muerte de la cruz que pone rostro y meta al final de nuestros días. Y al sentir la fracción del Pan, la fragmentación del Cristo en divina nieve que nos empapa el alma, decimos, como los de Emaús: “verdaderamente el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón”.
A esta hora, en este instante exacto del Domingo de Pasión, el que se apareció a Simón está muerto, solo, en penumbra, esperando que nuestros besos crezcan como lirios sobre su piel. Mi voz vuela ahora a ese lugar donde...
Elegía
A Álvaro Pereira
YO quiero ser, llorando, el pregonero
que pronuncie esta muerte sin espanto,
sin dolor, aprendiz de carpintero,
pescador de promesas y de sueños,
al que esta tarde encuentro sin latido
dulcemente dormido sobre el leño.
Yo quiero ser hoy voz que te acaricie
como lo hace la luz que arde en las velas,
procurando que nada te propicie
un átomo de miedo o de dolor;
sin lastimarte ya, como no duele
en el alba la voz del ruiseñor.
Quiero tener el tacto de las olas,
para empapar la siembra de tus labios
y abrir por tus heridas amapolas.
Llorar como la lluvia en los nogales,
acentuando la voz de las riberas,
resucitando secos manantiales
que revisten al campo de alegría,
así quiero llorar por esta muerte
que descorre, Señor, el nuevo día.
Tú que partiste el pan entre tus manos,
el Pan que comulgamos y da vida,
sé que guardas tu cielo a mis hermanos.
Que al abrazarte, Cristo, buen amigo,
sé que bajo tus músculos me abrazan
todos los que estuvieron ya contigo.
Porque en tu piel están los que besaron
un domingo de luz y de pasiones,
y, en sus labios, contigo se quedaron.
Yo de una mano vine, no recuerdo
la fecha ni la hora, me llevaban...
Del tacto de su mano sí me acuerdo.
Lloraba por seguirte aquel abril
-¿recuerdas? Quedan fotos- mi padre
se marchaba llevando en el cuadril
la luz de un martes santo que aún perdura.
Luz que sigo buscando, ya descalzo,
como un loco que busca la cordura.
Sé que en la comunión Tú nos esperas,
que nos besas los labios, nos revives
como a la rosa el sol de primavera.
Y sé que nos aguardas desclavado,
sonriente, sereno, compasivo,
exultante de luz, resucitado.
Yo sé bien que esta muerte no es condena,
que allí no crece el hongo ni la herrumbre,
que es moneda de cambio de la pena.
Que en la mesa tu mano sin herida,
tocando con sus yemas nuestros ojos,
pondrá en ellos la llama de la vida.
Y ya no habrá dolor, ni habrá quebranto,
y estaremos, por fin, ya todos juntos
y habrá lirios de un Dios del Martes Santo.
IV. ALMA DE VÍSPERAS
Ya es Semana Santa y...
Alma de vísperas
A estas horas del día, tengo anhelos de plata.
Tengo el alma de vísperas. La emoción puesta a punto.
Tengo el reloj marcando los minutos del viernes,
o la tarde del sábado, cuando todo comienza,
poco a poco, a romperse como fruta madura.
Tengo el altar de insignias ya brillando en el alma
por ver a los primeros nazarenos del año
haciendo nuevo un rito que naciera hace siglos.
Calles de Bellavista con Cristo maniatado.
La antigua judería de Romero Murube,
donde en la noche baja, apagadas las luces,
el Jesús Nazareno que lleva en su corona
embarcada la luna. Y, en los barrios, respira
la ciudad que renueva su estética de siglos
lejos de los conventos, de las campanas hondas,
de los patios en pena que reciben la lluvia
sobre las aspidistras, de retablos dorados
con la Historia Sagrada... lejos, pero muy cerca.
Tengo el alma de vísperas. Sueño que se abra el libro
de las rubias mañanas, de las tardes violetas
en la ciudad del alma donde el tiempo discurre
delante de nosotros, con una cofradía.
Lugar donde los hombres aprenden a ser hombres,
a amar y a ser amados probando primaveras.
Lugar al que regresan los pájaros del gozo
al conocer que Abril está tras de las rosas,
encendiendo un Calvario donde Cristo ya muere.
¿Conocéis el lugar?
¿CONOCÉISel lugar donde la luz ultima
miniaturas de estrellas dentro del limonero,
y un diapasón de plata marca el son de las tardes
mientras –como un faquir- hace pompas de incienso?
¿Conocéis el lugar, donde –un río, un ocaso-
Jesús anda las aguas sobre los costaleros,
y, al sonar de tres golpes, un disparo de flores
de cera y bambalinas va directo hasta el cielo?
¿Conocéis el lugar donde los niños llevan
vestiduras de siglos, vuelan globos al aire
buscando a nazarenos que una tarde partieron
a hacer la estación última a la casa del Padre?
¿Conocéis el lugar donde una cruz velada
abre malvas veredas y veis venir al Hombre,
a un desarmado Cristo -ay tic tac de aquel jueves-
bajando del Madero entre cardos y bronces?
¿Conocéis el lugar donde los siglos corren
y los abriles vuelven renovando su rito
de cirios encendidos, y cornetas que sangran
tras el buen Galileo al que llevan prendido?
¿Conocéis el lugar, donde Dios suda sangre,
y las voces son flechas que lanzan ballesteros
cargadas del veneno de antiguas seguiriyas,
donde hay ya tanto mío que, al recordar, me hiero?
¿Conocéis el lugar donde el viento devuelve
antiguas melodías -Ione, Virgen del Valle-,
y las puertas alumbran las potencias de un Cristo
litigando en la piedra por salir a la calle?
¿Conocéis el lugar donde Dios dentro vive
-como aquello de Chesterton- de un capullo de rosa
despertado de un dedo; y hasta el dolor es bello
como bello es el llanto de nuestras dolorosas?
¿Conocéis el lugar, donde una plaza tiende
sobre el cielo las hojas -bóveda vegetal-,
y una Virgen sostiene en sus brazos a un mundo
que, Soledad del Sábado, sueña resucitar?
¿Conocéis el lugar donde, encima del río,
la bisagra del puente une mis dos orillas?
Ese lugar es nuestro, es un sueño de luz
que hoy enciende mis labios... y se llama Sevilla

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